Helen Zout

¿Porque elegiste la fotografía como tu canal de expresión?
En realidad elegí primero el dibujo. En la escuela dibujaba de una manera absolutamente natural, siempre fui observadora de la naturaleza. En aquel momento en mi familia había bastantes problemas y la posibilidad de mirar hacia el mundo exterior era un refugio para mí. Todavía hoy siento que la naturaleza me armoniza. Pero el interés por la fotografía nació cuando me fueron a buscar los militares y nos tuvimos que autoexiliar con mi ex marido; yo no me podía ir del país porque no tenía pasaporte. Terminamos viviendo en Buenos Aires y empecé a hacer un curso en Agfa, un fotoclub. Mi primer profesor fue Juan Travnik quien entonces tendría veinticinco años. Con Ataulfo (Perez Aznar) armamos un laboratorio en un pasillo y ahí empezamos a revelar. Fue como un antídoto contra nuestro dolor por el hecho de estar encerrados. En ese lugar pudimos volcar todo lo que sentíamos a través de la fotografía.

¿Crees que hay algún tema que subyace en todos tus trabajos?
Creo que ese tema es el dolor. Pero entendido como una especie de resiliencia: cuando deja una enseñanza que permite superarlo o darle otro canal para que no siga produciendo dolor hacia los otros. Creo que es el mensaje más fuerte de mis trabajos. En el caso actual de las fotografías de México tiene que ver con la lucha de las personas por lograr un mundo más justo, más igualitario. Es la contracara del dolor, la resignificación del dolor en una lucha social.

Tus imágenes están sacadas en muchas situaciones bisagra entre la vida y la muerte… ¿Te sentís interpelada por esa tensión?
Tomo a la fotografía como algo intuitivo. A la hora de sacar fotos no me pregunto demasiado nada sino que después empiezo a ver qué hice, qué quise. Generalmente acudo a las cosas que me interpelan internamente, profundamente. Agarro la cámara con una necesidad imperiosa como es la necesidad de comer. Sin esa búsqueda instintiva y desesperada creo que no hubiera sobrevivido. El dolor y la muerte están muy cercanos pero a la vez tengo como una niña latente. Quienes en la infancia atravesamos alguna situación difícil conservamos esa necesidad de querer seguir siendo niños o de querer seguir jugando. En mí eso funcionó perfecto porque pude conectar con el exterior de una manera más inocente. Es un contrapeso, algo que me ayuda a vivir y me sostiene la parte oscura, la que me interpela continuamente. Para mí no existe una elección lógica ni consciente ni racional. Todo el tiempo hay una doble mirada: hacia la vida y hacia la muerte. Es un funcionamiento que no depende de mi voluntad.

¿Pensás que en tu época se comenzó a gestar una identidad de fotografía argentina?
Me parece que esa época fue bastante ¨gloriosa¨ porque al no haber academias cada uno buscó una manera de expresarse absolutamente genuina y personal. Casi no había a quién imitar. Teníamos la necesidad de ir hacia adentro para buscar lo que cada uno quería decir y cómo lo quería decir. Ahora hay gran cantidad de medios de comunicación y mucha facilidad para fotografiar. Que existan dispositivos móviles y democráticos me parece fantástico y hasta económico, pero esa situación también te da la posibilidad de ver e imitar a otros, y ese no es un buen atajo.

¿Qué elementos en común considerás que hay entre tus trabajos Niños con Sida y Desaparecidos?
En el año 1989 me llamaron para hacer un afiche sobre el día internacional del Sida. Y ese fue el disparador del trabajo que hice entre el 90 y el 2000. En aquel momento no se conocían los modos de transmisión con lo cual era un tema muy delicado para involucrarse. Me conmoví ya que se trataba de niños que estaban atravesando procesos de una enfermedad de la que no se conocía ni el origen, ni cómo se transmitía ni cómo iba a evolucionar. Empecé a concurrir al Hospital de Niños en una situación de absoluta confidencialidad, con los padres. Durante el trabajo no dejé que se les viera la cara a los niños porque no se sabía qué iba a pasar con ellos. Algunos sobrevivieron y otros no. Entonces empecé a usar elementos que se interpusieran entre el niño y la cámara. Utilicé máscaras, globos, manteles, fotocopias. Hice seguimientos de pacientes durante diez años pero dejé de hacerlo cuando un niño con el que me había encariñado un montón, falleció. Ahí dejé Niños con Sida y pronto comenzó mi inquietud por pasar al trabajo de Desaparecidos. Hubo puntos en contacto entre ambos trabajos: los niños estaban en un estado de indefensión con posibilidad de muerte y muchos fallecían antes que sus padres. La situación límite es uno de esos puntos en común. Empecé Desaparecidos trabajando en una exhumación con el equipo de antropología forense. Todo cerraba para que fuera un comienzo sumamente científico, donde yo usaría un lente perfecto con un foco perfecto. Pero luego empecé a preguntarme cómo quería representar esta escena, cómo me imaginaba que esta escena había sucedido. Eso hizo que todas las fotos fueran pasadas por un tamiz en el cual tuve que dejar todos los tics de la exactitud. Fue un viaje hacia adentro y también de gran comunicación con mis compañeros, ex compañeros, sobrevivientes. Con la mayoría de ellos generé un vínculo muy lindo, de amistad. Quise acceder a sus lugares más dolorosos y ellos me dejaron entrar. Para mí fue importantísimo porque ellos me habilitaron a entrar a sus vidas.

¿Qué fue lo más duro que te tocó atravesar durante ese proceso de investigación?
Lo más duro fue vivir en esa noche que duró seis años en la que me abstraje mucho de mi familia. A pesar de que mis hijos me acompañaron, porque ellos están absolutamente involucrados en lo que hago: sus vidas también pasan por la defensa de los Derechos Humanos. Sin su compañía no podría haber hecho este trabajo porque fueron fines de semana enteros entre legajos e imágenes muy duras. Lo primero que hace un tipo de foto así es golpearte porque ves hasta dónde llega la brutalidad y el salvajismo humano. Creo que lo que más me conmueve es ver a lo que algunos seres humanos pueden llegar. Es algo inentendible para un ser que tiene otra cabeza, sólo lo puede entender aquel que es muy malvado. Es la existencia del mal, la naturalización del mal, la banalidad del mal como decía Hannah Arendt. Un tipo que torturaba después iba a buscar a su nieto a la escuela. ¿Qué es esto que llamamos humanidad? ¿Esto puede pasar?